martes, 23 de julio de 2013

Sobre la adicción

No me llevo bien con los expertos. Bueno, con los psicólogos tampoco. No demasiado. Supongo que por eso es que después de 80 artículos aún no he escrito demasiado acerca de la adicción. Lo cierto es que tampoco hay muchas cosas interesantes publicadas al respecto. La mayor parte de lo que se encuentra es pura palabrería. Ya sabéis, los distintos tipos de adicciones, los efectos de las drogas y cosas así. También están por supuesto las infaltables sanatas lacanianas. Lo dicho: poco o nada que merezca la pena. Cotillón para la gilada dirían por ahí. Nada más. En fin, vamos al grano. Para trabajar en adicciones hay que tirar toda la teoría al tacho y comenzar a construir desde lo que está. O mejor dicho desde los que están. Aquellos que sin tanta papa en la boca se juegan el cuerpo a diario.
Un sistema omnipotente te captura.
Te promete que escaparás de todo, de ti.
Pero te engaña, te entierra.
Y te deja pudrir bajo las entrañas de lo que fuiste.

Eso es lo que hizo Bateson.

En "La cibernética del self: una teoria sobre el alcoholismo", Bateson escribe respetando a los primeros que le encontraron la vuelta al problema del alcoholismo: Alcohólicos Anónimos. Desde ya que esta es una lectura obligada. Si eres psicólogo y no lo has leído, haz lo que quieras con tu vida. Pero por favor no te acerques a ningún adicto. Bastante se cagan la vida ya ellos solitos. Mejor no los hundas más. Es una cuestión moral, no técnica.

En fin, paso a resumirlo mezclando algunas de mis ideas.

La cibernética del self postula que la adicción es un sistema. Algo vivo. Como un virus. No lo dice exactamente así pero si lees a Bateson en su totalidad esto es algo que se infiere de manera natural. De esta forma, la persona atrapada por ese sistema, opta por creer que su alcoholismo, su adicción, es algo que puede ser controlado. Algo CONTRA lo que es capaz de ganar. O sea, se siente omnipotente. Se comió todas esas patrañas de la fuerza de voluntad y demás mierdas por el estilo. Y claro, si se esfuerza se cansa. Tarde o temprano, antes o después. Pero se cansa. Y cae. O cree caer. Porque en realidad ya cayó mucho antes. Lo hizo cuando creyó a pies juntillas en su omnipotencia. En el yo voy a poder. No solo con la droga, sino con la vida. Una vida que se torna naturalmente insoportable de vivir. Es la crónica de una muerte anunciada. La derrota del soberbio. Un partido de fútbol a priori mal planteado. Imposible de ganar.

Por desgracia esto no termina ahí. No. Hay más. La caída trae culpa. Porque si todo se puede y no se pudo es porque no se quiso. Y si no se quiso es por egoísmo. Por maldad. Vamos, culpa, culpa y más culpa. Y cómo no, la culpa conlleva un castigo y ese castigo a su vez conlleva más consumo. Más infierno. Más castigo. Porque el castigo tapa el dolor. Se entra entonces en una espiral de inagotable autodestrucción. Eso sí, entre medio suele haber huecos. Instantes donde la pelota se detiene. Oportunidades. Caricias de Dios. Sin embargo rara vez se suelen aprovechar. La culpa duele demasiado y la adicción vuelve a proponer una salida omnipotente. Una agónica huida hacia la luz. Rápida. Lo suficientemente rápida como para correr más que el dolor. Con esfuerzo. Porque para ir a velocidad máxima se requiere esfuerzo. Mucho esfuerzo. Lo importante es salir como sea. Estar con la gente más sana. Abrazarse a ellos. Engañarse un rato. Cegarse hasta que los ojos ardan de tanta luz.

Salirse de uno mismo.

Porque finalmente de eso se trata la adicción. De evitar el dolor de la propia verdad. Con el tiempo esto se perfecciona. Es sencillo. Al principio se controla la droga, o el juego, o lo que sea. El control, ya se sabe, anestesia. Pues cuando controlas te sientes dios. Es decir omnipotente. Durante ese tiempo no se siente nada. Y mucho menos el dolor de la verdad. Me refiero a la verdad que importa. Esa que vive adentro de todos nosotros. La que escuece entre las vísceras del alma. Pero bueno, eso es solo al principio. Porque llega un momento en que controlar droga o juego deja de ser suficiente. Se comienzan a controlar otras cosas. Cada vez más y más. Hasta el punto de controlar seres humanos. Que se usarán como tachos de basura donde depositar las culpas que no toleramos, serán piezas que manipular. Cosas. Solo eso. ¿Para qué? La respuesta es terríblemente sencilla: a más se usa a otro ser humano, más se lo deshumanizará y por reflejo más se deshumanizará el deshumanizador. Otro círculo vicioso. El plan perfecto para no sentir. Todo será ego. Las palabras perderán sentido. Hasta que nadie importe. Ni siquiera uno mismo. Sobre todo uno mismo. Y sin embargo algo olerá siempre a podrido en Dinamarca. Será la angustia. El olor a basura de tanta pena encerrada. Residuos de un amor inocente. De un niño que se pudre atrapado en el cuerpo de un hijo de puta. Quemándose vivo en un averno interior. Gritando lágrimas mudas. Anhelando ser rescatado.

Y a veces, quien sabe cómo, ese recate llega.

Tocar fondo lo llaman.

En términos técnicos sucede cuando la omnipotencia se quiebra. Se está tan en el fondo, tan derrotado, que mentirse resulta imposible. Ya está, hasta aquí llegamos. Punto. Eso se piensa. O más bien se siente. Se vive con y desde todo el cuerpo. Tocar fondo lo llaman.

Ese es el paso uno de alcohólicos anónimos: rendirse. Reconocer que la adicción es más fuerte que uno. Y es que la adicción es un adversario al que solo se le gana no jugando. Por supuesto que la omnipotencia aún debe ser sometida. Amansada. Con esa rendición primaria no basta. No. Se necesita de un poder superior. Del paso dos. O sea se necesita aceptar a Dios. Como sea. Eso da igual. Pero hay que aceptarlo. Rendir la omnipotencia ante él. Todos los días, solo por hoy.

Creo que es por eso que los viejos miembros de A.A. me provocan tanta paz. Hay que estar ahí. Verlos de cerca. No son humanos ordinarios. Tienen algo. La sobriedad es más que estar sobrio, requiere de un estado de conciencia distinto. Quizás, sin saberlo, se han trasformado en maestros zen. Rinzai zen. De esos iluminados que, siéndolo de verdad, se miran todos los días al espejo repitiéndose a sí mismos "no te dejes engañar". Viviendo el presente. Sin dormirse en los laureles de su budeidad.

He trabajado muchos años en esto y nunca me termina de sorprender la enorme sensibilidad espiritual que emerge alrededor de la adicción. En un tiempo creí volverme loco. Sombras oscuras, extrañas casualidades y voces del más allá son moneda común. Al principio, como dije, asusta. Después te acostumbras. Yo, que muy a mi pesar soy psicólogo, paso por estos asuntos de lado. Trato en lo posible de no tocarlos. Los observo y poco más. No me corresponde juzgarlos. Que se encarguen los curas o los pastores de turno. Es su tema. Me da igual. Pero sé que están. No me hago el boludo.

Por supuesto hay más cosas. Está la familia. Siempre hay una historia atrás. El secreto familiar, la culpa derivada de dicho secreto, abusos sexuales etc. Cosas así. Después todo eso se arroja. Provocando un ping-pong infernal de culpas derivado de las culpas provocadas por el secreto original. Y entre tanto todos ladrándose. Ladrando para no escucharse. Igual no voy a decir mucho más. De familias tampoco hablé nunca demasiado y se supone que soy terapeuta familiar. Así es que lo dejaré para otro día. Solo añadir que la adicción es un sistema que se alimenta no solo de toda una familia, sino de la sociedad completa. Porque todo lo que es, es metáfora. Y cada adicto que camina es un poema que se arrastra sobre su época. En fin, dejémoslo. Ya fue.¨Volvamos entonces a los A.A. Más concretamente a su sección para familiares llamada AL-ANON. Ellos tienen pasos muy similares a los A.A. Solo que como no se drogan, la rendición viene a pasar por otro lado. Asumir la derrota en querer cambiar al otro. Dejar de ladrar. Pues nadie salva a nadie. Es triste escucharlo, lo sé. Mas en dicha tristeza encontramos lo más auténtico en nosotros. Al rendirnos encontramos que el dolor del otro nos duele. Y que nos duele por amor. Pues al fin y al cabo, amar, es lo único que podemos hacer por aquellas personas a las que queremos. De hecho, quizás eso sea lo único que importa.

Y finalmente está la libertad. Y sí, la libertad. ¿No es la adicción una esclavitud? Obvio. Lo es. Entonces nadie elige ser adicto. Los grilletes elegidos dejan de ser grilletes y pasan a ser pulseras. La adicción no es un vicio. No es una moda para artistas cool. Nadie decide irse alegremente al infierno. Menos por moda.

Pero sí se puede elegir intentar salir de la adicción. Todos los días. Solo por hoy. Ahí justamente se encuentra la cura, el camino, la esperanza. Bueno, ya sé, suena ñoño. A libro de autoayuda pedorro, me doy cuenta. Incluso me hago cargo de que lo que aquí propongo va más lejos de los pretendido por los A.A. Sí. Y aún así no miento. De la adicción se sale. Lo he visto.

Lo sé.

Me hago cargo.


Escribiendo desde el sur del sur.

Lic. Unai Rivas Campo.

Dedicado a la otra A.A. Gracias por cagarme la noche. Gracias por salvarme la vida.



lunes, 1 de julio de 2013

La danza del cazador.

El estado dice que soy psicólogo. Un par de universidades y ministerios también lo creen. No sé por qué, pero están convencidos de ello. Incluso me dieron algunos de títulos para corroborarlo. Hasta tengo una credencial muy fea en la que salgo con bastante cara de gordo.

Se equivocan.

Ver lo invisible y darle caza.
Yo soy cazador. Eso hago. Busco pautas, rutinas y después, espero. Porque eso es cazar. Conocer las mañas de tu adversario. Aquello en lo que se repite y que lo hace predecible. Después tender la trampa y esperar. Nada más. En mi caso el adversario se llama patología. O así lo llaman todos. Me refiero a los psicólogos. Los que tienen un título. Así lo llaman. Pero la verdad, a mí la palabra adversario me gusta más. Pues no sé si la patología es algo malo o bueno. A veces incluso dudo de cuan enferma sea. Lo cierto es que, confieso, dudo de la idea misma de insanía. A veces siento que no está bien definida. Puede que jamás podamos comprenderla del todo. No sé. La verdad me chupa un huevo. Solo sé que el adversario está ahí, delante mío. Lo veo moverse, propagarse, crecer. Y yo, siempre lo escucho, aprendo, espero. Y al final le doy caza. Me gusta hacerlo. Es lo que hago.

Dice la teoría cibernética que el adversario es un sistema. Que de alguna manera está vivo. Vivo pero muerto. Es raro. Como un zombi. Quizás más como un parásito. Que siempre trata de reproducirse. Pues tiene razón la teoría. Yo he visto a esas cosas en acción. Las he vivido y sufrido. Avanzan de padres a hijos. Generación tras generación. Así, ves como un suicida cría a un pobre hijo culposo por no haber evitado la muerte de su padre. Como ese pobre hijo culposo se busca una esposa castigadora para expiar sus pecados. Y cómo esa pareja engendra a su vez más hijos que, parodiando a sus infames progenitores, se arrojan y reciben cada vez más y más culpas. Jugando un ping pong interminable. Hasta que, finalmente, alguno de los nuevos miembros del clan se da cuenta. Así descubre que la única forma de no sentir culpa, de ganar el juego, es justamente quitándose la vida. Volviendo al origen. Porque ya se sabe, el suicida es siempre una víctima. De una sociedad que no lo quiso comprender. Mala. Muy mala. Culpable. Y él, muerto como está, es libre. Libre de culpa. Porque está muerto y nadie habla mal de los muertos. Lo dicho, una víctima. ¿Los demás? ¿Los que le siguen? ¿Sus hijos? Eso da igual. Que se jodan. 

Eso es lo que hace el adversario. Cazar. Atrapar lo más singular de lo humano. Alimentarse de su danza, de su libre albedrío y genialidad. Eso hace: cazar. O sea cazarnos.

Y yo lo cazo a el.

Eso es lo que hace, eso lo que hago. Eso es lo que hacemos.

Bailar.

Escribiendo desde el sur del sur.

Lic. Unai Rivas Campo.