jueves, 28 de julio de 2011

El social-politeísmo: comunidad y libertad.

Hubo un tiempo en los dioses habitaban el mundo. Eran muchos. Todos ellos convivían bajo una peculiar armonía. La gente creía en ellos, después, dejo de hacerlo. Al menos en todos al mismo tiempo. Fue entonces cuando comenzaron las hegemonías monoteístas. Algunos dirán, desde su fe, que por revelación divina, otros que por cuestiones de orden económico, sociológico o filosófico. En eso no me meto, no desde esta lectura profesional. El caso es que los monoteístas pensaban de una manera diferente. Pues si solo había un dios, y era el nuestro, decían, las demás creencias eran inequívocamente erróneas. Así pasamos algunos milenios creyendo en dioses únicos. Obviamente hubo excepciones, como la de los Santos en el catolicismo, o la trinidad. Figuras que sirvieron de enlace entre el pluralismo politeísta y las nuevas enseñanzas.

El politeísmo ha vuelto. Esta vez en forma de perversión.
¿Como llegamos a nuestros días? La respuesta es tan cruda como verdadera: sin dioses. Y es que hoy, en términos generales, ya no se cree en Dios. Es verdad que algunas comunidades continúan manteniendo fuerte su fe. Sin embargo, la fe en Dios, o en los diferentes dioses monoteístas, se ha roto entendida esta como consenso generalizado. Dicho en otras palabras, el agnosticismo-ateísmo, ha ganado. Por cierto, desde ya que descarto como creyentes a aquellos que sostienen cosas como "hay algo", "creo en una fuerza superior" y demás sandeces light y descomprometidas por el estilo.

¿Que nos pasó? Nos pasó la ciencia. O por lo menos cierta epistemología asociada al método científico. Una mirada objetivista en la que sólo tiene rango de existencia aquello que se puede medir, pesar o tocar. Como ese relato de Victor H. Tamayo, donde cuenta que, un día, la ciencia subió al cielo con una escalera para liberar a los hombres de la tiranía de los dioses. Allí, desde lo alto, iban derribando ídolos de madera mientras, abajo, se escuchaba el aplauso generalizado del pueblo. Hasta que en un momento, tras haber arrojado al suelo todas aquellas figurillas de madera, los hombres preguntaron: "¿Que hay entonces? A lo que los científicos respondieron: "nada, aquí arriba no hay nada". El relato continúa contando que en ese momento los aplausos terminaron y, una súbita tristeza, que más tarde se tornó en angustia, se apoderó de sus corazones. Una angustia que por cierto ha durado hasta nuestros días. Una angustia que no es otra que la de Arlt, Kafka, o Sartre. Que con tan perturbadora claridad nos muestran el abismo, nuestro abismo.

En fin, la historia por supuesto no termina aquí. Esa es por lo menos mi esperanza. Mientras tanto, es decir, hasta que de vuelta lo mágico y trascendente asuma de nuevo su derecho a existir en este mundo, no nos queda otra que describir las consecuencias psicológicas de este nuevo sistema que hemos construido. La primera, sin lugar a dudas, es la angustia. Pero hay otras.

Si vas a matar a Dios, cuídate de no terminar creyéndote Él.
Pensemos en esa canción de John Lennon, aquella en la que dice que no cree en nadie salvo en él mismo. Y en la tarada de Yoko claro está. No queda duda de que Lennon era un genio, y que como todos los de su clase, pudo percibir un síntoma de su época. Que no es otro que el de la destrucción de todo sueño, fe o utopía. De esta forma, como él dice, ya no quedan dioses. Creemos solamente en nosotros mismos. Hasta el punto de hacer de nuestra existencia una religión. Así es que tenemos más escritores que lectores. Más aspirantes a cantante que público dispuesto a escuchar. Más pastores que ovejas. Más maestros que alumnos interesados en aprender. Más filósofos que seguidores de su pensamiento. Y claro, más terapeutas que pacientes.

Social-politeísmo llamo yo a ese mundo donde todos nos creemos, en mayor o en menor medida, omnipotentes. Siempre por encima de nuestras posibilidades. Ya sea para autopremiarnos, ya sea para culparnos. ¿Culparnos? Y sí. Pues si yo creo que todo lo puedo, o acaso más de lo honestamente posible, entonces cualquier fracaso será considerado un acto negligente por mi parte. Esta es por tanto la cara más oscura de la omnipotencia: la culpa. Una culpa que cual espada de doble filo, actúa tanto adentro como afuera. Ya que mientras algunos sentirán su fuego clavarse en sus carnes, otros, la arrojarán hacia afuera desperdigándola sobre los demás. Los primeros viven en una cárcel, los segundos merecen sin duda pudrirse en una.

De esta forma es que se construye la que quizá sea una de las mayores paradojas de la historia. No en vano los hombres acusaron a la religión del delito de ser culpógena. Supongo que por eso muchos se abocaron a la sagrada tarea de destruirla. Sin embargo, en este mundo sin religión, donde el dios ego se torna el centro de mezquinos universos, la culpa fluye corrosiva y rabiosa a través de nuestros corazones. Más viva que nunca, tan enferma como siempre.

¿Y como se enfrenta esto? Las dos mejores respuestas las he encontrado en dos términos tan antagónicos como complementarios. Palabras que representan en si mismas los más grandes tesoros del ser humano: comunidad y libertad.

Lo siento John, pero en ésta no te banco.

Escribiendo desde el sur del sur.

Unai Rivas Campo.

Al menos...