Hace un año, más o menos, coincidí en una reunión con un hombre honesto, dedicado, apasionado por su vocación, la política. Una pasión que, hasta donde sé, ejerce con total austeridad y honradez. Dedicado como pocos, asumió aplicar su conocimiento y sus ideas con convicción y destreza, con un objetivo claro, el bien común. Sabiendo de esta manera que quién tenía delante de mí, era sin duda, una buena persona.
|
La legalización de las drogas
es un tema en el que los "grises"
ganan a los "blancos y negros" |
Digo esto porque ante todo ese hombre, honesto y de valores admirables, mas allá de su ideología y perspicacia, que defendía la legalización de las drogas como solución a la lacra del narcotráfico, se presentó – seguramente sin deseo de hacerlo- como mi adversario. Lejos de verlo ni sentirlo como un enemigo, crucé argumentos, idas y vueltas durante toda una noche, intentando llegar a aquella digna conclusión que dicha conversación merecía.-
Su postura resultaba más que contundente:
La ilegalidad de las drogas alimenta y fortalece a las mafias que comercian con ella. Mafias que corroen mediante sobornos y extorsiones a las instituciones del Estado, que instalan el miedo en los barrios, en las familias y finalmente, en nuestros propios corazones. Planteaba que la legalización dejaría sin producto que vender a los narcotraficantes pues el comercio de éstos pasaría a manos de empresas privadas controladas por el aparato estatal. Postulaba también, de manera fervorosa y hasta esperanzadora, que la “calidad” de las sustancias sería “mejor” y que con la consiguiente recaudación impositiva se podrían subsidiar tratamientos gratuitos para los adictos.
|
Una época dotada de un romanticismo especial. |
Finalizo su disertación recordando
la llamada ”ley seca” estadounidense, que allá por los años veinte inundó a los estados unidos de organizaciones delictivas relacionadas con el tráfico ilegal de alcohol, como reseña y aval histórico que argumentaba de una forma más su posición casi impenetrable.
Así, como aquel que siente la satisfacción por el deber cumplido, mi adversario termino de explicar con contundencia su postura.
Los presentes, jóvenes fascinados con el carisma y claridad del orador no aguardaban mi respuesta, solo esperaban mi rendición.
|
Que facil sería un enemigo.
Los adversarios me hacen pensar |
¡Que fácil sería contestar a un enemigo! -Pensé- Sólo tendría que llamarlo defensor de la muerte, corrupto o directamente asesino. Sin embargo no me constaba que él fuera ninguna de esas cosas y además, haberlo increpado con tal sagacidad solo hubiera servido para que mi postura, que es la de muchos otros, quedara catalogada ante los presentes como dogmática. Propia de uno de los innumerables fanáticos que hay en este mundo - aquellos que a fuerza de su obcecación, crueldad y estupidez terminan dando legitimidad moral a cualquier planteo, postura o ideología a la que combaten- y sinceramente no aportaba al objetivo en cuestión, el cual no se centralizaba en el sujeto orador, sino lo hacía plenamente en la temática, que rasguñaba el clima intentando aliviar la tensión.
En principio no sabía bien que contra argumentar. La claridad con la que mi oponente había encarado el tópico, y su integridad a la hora de explicarlo , me había tomado por sorpresa y dejado en evidente desventaja frente a los asistentes a dicha reunión , que sin saberlo se habían tornado con sus gestos, murmullos y comentarios esporádicos, en jueces de aquella simbólica contienda.
Solo había una cosa a mi favor: Mi corazón. Ese corazón que me decía, que pese a toda lógica formal que revestía aquel esplendoroso argumento, algo “no andaba bien en todo eso” e imitando esa sensación de escalofrío que nos entra en el cuerpo cuando sentimos algo antinatural e insano mi cuerpo percibía que el camino no era tras los pasos de aquel aparente y efusivo planteo. Así que durante unos segundos, en los que el tiempo parecía ralentizarse para brindarme el descanso y la inspiración que necesitaba, aproveché para desligarme de fríos razonamientos lógicos y preguntarle a mi corazón. Y este, creo, me contestó. Y lo hizo en forma de recuerdo.
Un recuerdo de años de trabajo precariamente pagados en una entidad estatal, transitando por barrios alejados de esas zonas “cool” de la capital, donde la discusión sobre la legalización de la droga, resulta más un snobismo que un verdadero y sentido debate a vida o muerte. Fue la reminiscencia de jóvenes consumiendo drogas y cerveza en estado de abandono, mientras se visten con gorras y zapatillas de marca de países a los que nunca les dejarán entrar por el mero hecho de ser pobres, la falta de dignidad y de respeto que sufren hoy en estas comunidades las mujeres: niñas, ancianas y madres, -sobre todo ellas, las madres, que durante décadas atrás fueron canales de comunicación y solidaridad, íntegros pilares de amor de una familia- , la memoria de barrios donde antes de la llegada de la cultura del “consumir para pertenecer” encontrábamos dignidad en la pobreza, bien lejos de la cultura del celular, del plasma y la miseria. Todo eso y tanto más fueron las vivencias que me hicieron ver la luz al final de aquel túnel que tan difícil se me hacía transitar a través del raciocinio.
|
El mercado está allí donde ni la justicia ni la dignidad han llegado. |
Cuando por fin salieron las primeras palabras de mi boca, pude apreciar con amplitud y claridad
el problema de la adicción en el mundo como, el resultado de una estrategia económica global de inducción hacia el consumo compulsivo de objetos (entre ellos la droga), donde el auténtico precio a pagar es la falta de libertad. Legalizar la droga significará sacar el veneno de las manos de los traficantes -comencé a decir-, y entregarlo en manos de corporaciones. Un futuro negocio de millones de dólares invertidos en
marketing para acrecentar el reconocimiento y fomentar la eventual necesidad de la sustancia, con slogans en los que el nuevo “sabor del encuentro” inundará el país de creativos anuncios televisivos y afiches dirigidos a nuestros hijos, brindándoles una divertida anécdota para comentar en la escuela, cargada de cinismo y desvergüenza como un plus que el generoso negocio se atreve a regalar.
Dirán los defensores de la controvertida postulación -reflexioné ante los improvisados enjuiciadores- que esto que señalo es una exageración. Adjudicando que en una hipotética legalización, ciertos excesos serían controlados por el estado. Olvidándose – objete- que una vez legalizada la droga, con toda certeza, el estado se vería acorralado por lobbys corporativos fanáticos de la desregulación. Hablando claramente: Teniendo en cuenta que, hoy día, siendo la droga algo ilegal, se sabe que aporta fondos para muchas campañas políticas, generando el intrigante cuestionamiento de cual será el número de gobernantes que tratarán de comprar ese dinero -perdón quise decir financiar- cuando sea legal? ¡Por favor, no seamos inocentes!
Continué respondiendo cada vez con mayor confianza y virtud a la supuesta “mejoría en la calidad” de la sustancia. ¿Cuál sería el profundo deseo que impulsaría a las empresas a impedir, una vez instalado el producto en forma masiva, vender drogas de “primera y segunda calidad” para diferenciar entre ricos y pobres? ¿No sería análogamente, al igual que la diferencia que se hace entre los vinos espumantes y los tetrabrikes, un generador de abismos entre los afortunados pudientes y los marginados que por desconocidos motivos se encuentran hoy, no solo en la periferia de las ciudades sino también en las del mercado? ¿Qué calidad les tocaría a los menos “suertudos”? ¿Calidad tetrabrik?
|
Temo que el progresismo termine siendo
funcional a los intereses de las grandes corporaciones |
¿Éstas
nuevas corporaciones legales de venta de droga no se defenderían contra esos “abusivos e injustos impuestos” dedicados a financiar tratamientos? ¿No amenazarían con “abandonar el país” o reducir plantilla de empleados si no se cumplen sus exigencias? Entre tanto los vientos empezaban a tornarse favorables, y los murmullos de los casuales oyentes un tanto menos cruciales.
Fue ahí cuando mi adversario me recordó, con la fiereza de un gato panza arriba que se ve acorralado, el fallido intento de la ley seca. La verdad – aludí, intentando responder con total franqueza-, que no sabía que decirle al respecto, menos aun como desterrar aquellas conjeturas inconexas suponiendo que para él comparar los experimentos sociales del Estados Unidos de mil novecientos veinte con la Argentina de dos mil diez tuviera mucho sentido, un sentido que al menos yo no lograba encontrar en la experiencia del día a día. Cuando uno de los asistentes a la reunión bromeó sobre cuanto duraría Al Capone en Fuerte Apache y la gente río, la contienda ya quedó dada por finalizada.
Hoy, pasado el tiempo, pienso que quizás mi adversario tuviese razón, quizá sería mejor retroceder ante el avance del narcotráfico y legalizar las drogas, puede que estuviéramos ante un mal menor que el actual, no lo se.
|
El derecho de los pueblos a existir con dignidad. |
Lo que si se, es que las miles de personas, madres, padres, jóvenes etc. que todos los días se levantan de la cama y a su manera, con sus recursos, luchan por un barrio mejor, más sano, libre de drogas y en definitiva, mas digno, no nos están pidiendo que retrocedamos ante el narcotráfico. Ellos creo, no demandan que demos pasos hacia atrás. Nos reclaman a gritos que recuperemos el terreno perdido, que se haga cumplir la ley, se encarcele al policía que hace la vista gorda, al vecino que trafica, al político corrupto que “apaña”. Y que de una vez por todas tracemos entre todos una primera línea divisoria que diga ¡Hasta aquí hemos llegado! y que a partir de ese día,
en lugar de seguir dando pasos atrás comencemos finalmente a dar pasos, hacia adelante.
Unai Rivas Campo.
Gracias Ayelen...