lunes, 19 de agosto de 2013

Pensar o ser pensados.

Se dice que es nuestra extraordinaria capacidad para pensar la que nos hace humanos. La verdad, no estoy seguro. Es claro que pensar es algo que nos diferencia del resto de las especies. Pero de ahí a decir que eso sea justamente lo que nos hace humanos, quizás sea demasiado decir.

Está demostrado que la inteligencia no es algo natural.
La sabiduría en cambio, sí.
Por desgracia ambas son cosas difíciles de compatibilizar.
Trabajo con niños desde hace varios años y por diferentes circunstancias de vida he conocido unos cuantos bebes. En el caso de estos últimos, si hay algo que en ellos no abunda es precisamente el pensamiento. No. Los bebes no piensan. No al menos en los términos en los que lo suele hacer un adulto. Y sin embargo dificilmente encontraremos en este mundo nada tan humano y que nos humanice más que una criatura recién nacida.

De esta forma, el niño crece y aprende a pensar. Las diferentes escuelas teóricas describen como este transita por distintas etapas hasta llegar a la adolescencia. Jean Pieget postula que es en ese momento cuando aparece una nueva forma de operar sobre la realidad. Haciendo de los adolescentes seres capaces de pensar acerca de aquello que piensan. Metacognición se llama usualmente a esta facultad para pensar los pensamientos. Bateson hablaba de algo parecido al tratar lo que él entendía por distintos niveles de aprendizaje. Así es que no estamos hablando de algo distinto o ajeno al modelo sistémico. Para nada. Quizás porque justamente esa sea la característica más interesante de nuestro modelo: nada le es ajeno.

En fin, volvamos entonces al pensamiento formal. Decíamos que aparece en la adolescencia y que dota al pensante de la capacidad meta cognitiva. Hasta ahí todo resulta relativamente claro. Sin embargo los post-piagietianos pronto se encontraron con un problema: eran muchos los sujetos adultos que no habían adquirido tal capacidad. Comenzó entonces un largo debate entre la postura innatista y la que defendía la influencia del medio. Los primeros sostienen la idea de que esta capacidad se activa por causas genéticas, mientras que los segundos defienden la necesidad de un medio activador. Experimento va experimento viene, los segundos parecen estar ganando. En otras palabras, más allá de que no se pone en duda que la capacidad para pensar pensamientos aparece, en términos generales a cierta edad, por necesarios factores genéticos; es cierto también que resulta igual de necesario un contexto activador para su aparición. En otras palabras: es el medio social el que induce en el sujeto dicha forma de pensamiento. Un medio humano que que induce a la persona a pensar formalmente. Y esto sucede porque los miembros de dicho medio activador ya han sido previamente inducidos a pensar de esa manera. Así es como la inteligencia se contagia. Un contagio que hace de nosotros seres distintos. Capaces de transformar nuestro medio como ninguna especie nunca antes lo hizo. Podemos así ver más allá. Cambiar las reglas de juego. Romper el tablero y rehacerlo a nuestro gusto. Podemos entonces ser más. Podemos ser dioses.

Es notable entonces como la mayoría de los mitos humanos describen el inicio de dicho contagio. En todos encontramos un punto en común. Desde la manzana de Eva, pasando por el fuego prometáico y llegando a la creación del hombre descrita por los sumerios. En todos sucede siempre un relato análogo: un ser divino entra en contacto con el hombre y lo dota de cierta chispa o llama que lo hace distinto del resto de los seres.

Por supuesto que resulta desde ya imposible afirmar que el pensamiento formal debe su origen a una intervención externa a lo humano. Eso sería más una cuestión de fe. No obstante, no cabe duda de que para las primeras grandes religiones organizadas (el chamanismo no parece prestarle tanta atención al asunto), la aparición de la inteligencia no fue vivida como algo natural. De hecho no lo es. Como ya dijimos en otros artículos, la mente omnipotente, cada vez más sesgada de la sabiduría elemental de los cuerpos, no entiende de equilibrios. Solo hay que mirar un río contaminado, los experimentos con energía nuclear o a una persona con ataques de pánico, para darnos cuenta de que la inteligencia ensucia y pervierte todo aquello que toca. Adentro o afuera de nosotros. Da igual. Como sea, tarde o temprano, lo ensucia.

¿Digo entonces que la inteligencia es un enfermedad? No necesariamente. Pero sí señalo que esta no nos pertenece del todo. ¿Hasta que punto somos dueños de nuestros pensamientos? Quizás algunos digan que tal pregunta carece de sentido. Sin embargo tengamos en cuenta que ya hemos demostrado que la inteligencia tal y como la conocemos no resulta algo puramente innato, sino que debe ser contagiada por otro grupo de humanos, que además, han sido previamente contagiados por ella. De tal forma que la inteligencia viaja a través de las distintas generaciones de humanos, quizás desde hace milenios, como un sistema. Un sistema que como todo sistema es auto organizado y que por tanto trata de seguir existiendo.

Afirmo por todo lo expuesto que no somos los dueños de nuestros pensamientos. De hecho, la mayor parte de las personas que conozco no piensan, son pensadas.

¿Significa esto que todos somos pensados? ¿Seres dominados por una serie de ideas auto organizadas ajenas a nuestros intereses? No. Pues si bien los pensamientos no son algo propio, sí podemos apropiarnos de ellos. Históricamente la función de los distintos rituales religiosos era la de ejercer dicha apropiación. Cuando todavía hoy un hombre se entrega a Dios (y pueden cambiar la palabra Dios por la que se les antoje), renuncia a la omnipotencia de su ego, de su mente. Religándose así con su medio natural.

Por desgracia, o por suerte para algunos, este ya no es un mundo religioso. La fe hace tiempo que perdió la batalla contra la razón. Para muchos de nosotros es tarde. Dios quedó muy lejos, demasiado y ya no podemos regresar.

Y aún así existen otros caminos. Podemos hacernos cargo, estar atentos, ser libres. Registrar y conquistar nuestros pensamientos. Pues si somos capaces de pensar, y podemos además pensar lo pensado; también podemos pensar acerca de aquello que pensamos que pensamos. Ya sé, suena complejo. Pero no lo es tanto. Solo es cuestión de estar atentos a nosotros mismos. A tomar decisiones y a asumir las consecuencias. A construir nuestra propia historia.

Existencialismo lo llaman algunos.

Decía más arriba que la inteligencia nos da la capacidad para transformar la realidad. Que podíamos ser más. Dioses. Podemos serlo, pero para ello hay que tomar las riendas. Asumir caminos y aceptar el dolor de lo que venga. O incluso la felicidad, da igual. Lo importante es vivir.

Siempre en guardia para no terminar siendo vividos.


Escribiendo desde el sur del sur.

Lic. Unai Rivas Campo.

sábado, 3 de agosto de 2013

¿Quién merece saber la verdad?

Ayer se me acercó una mujer después de una charla. De esas que a emanan bondad a kilómetros. Me preguntó acerca de un libro. Quería saber si lo había leído, que le costaba entenderlo y cosas por el estilo. Buscaba ayuda. El título no lo conocía, pero con oírlo ya me causó rechazo. El nombre de la autora sí me era más conocido. Aquello me causó más rechazo aún. Traté de responderle de la manera más amable posible. Después se fue.

Las personas lindas y felices no merecen
saber la verdad.
Más tarde un amigo que estaba a mi lado en ese momento me preguntó por mi actitud. Me conoce bien y
sabe que generalmente suelo ser más crudo en mis respuestas. Al menos en lo que a cuestiones teóricas se refiere. Mi contestación fue extraña:

-No se merecía saber la verdad.

-Sos un enfermo hijo de puta, respondió con cariño.

No pretendí ser elitista, muy al contrario. Era una mujer linda. Linda en serio, o sea, por dentro. Mejor que yo. Se la notaba feliz. Creo que las personas lindas y felices no merecen saber la verdad. No. ¿Quien soy yo para joderlas? Que se queden así, felices. Hay verdades que no te dejan dormir. Que te asesinan la poca inocencia que te queda.  Lo sé. Es mejor no saber. Es mejor ignorar.

Pero no son solo las personas lindas y felices las únicas que no merecen saber la verdad. También están los hipócritas. Los mentirosos profesionales. Adictos a la mala fe. Esos que cada mañana se miran al espejo convencidos de lo buenas personas que son. Son alérgicos a la verdad. No tiene sentido decírsela. Te agredirán con solo olerla. En el mejor de los casos simplemente no los volverás a ver jamás. Esto puede parecer algo saludable en el corto plazo. Me refiero a que se vayan. Pero a la larga te dolerá. Porque te quedarás solo. No olvides que este es un mundo de cobardes. Siempre necesitamos de otros. Además los hipócritas no son malos en esencia. Son ciegos nada más. Tienen miedo. Hacen lo que pueden. La soledad es un frío que te amarga. Expulsarlos de nuestras vidas es expulsar su calor. Un calor que más de una noche te puede salvar la vida. Al menos si aprendes a cerrar la boca.
Aprender a vivir entre ciegos.
A quererlos más allá del vendaje.

La evolución natural de los hipócritas, me refiero a los hijos de puta, si merece en cambio saber la verdad. A ellos hay de decirles las cosas como son. Resultan demasiado peligrosos para este mundo, y callar, hace de nosotros sujetos cómplices. Es decir que callar, nos torna en seres hipócritas. Y a la larga puede volvernos unos hijos de puta. De esos que sí merecen saber la verdad.

Y finalmente están los perdidos. Los que probaron la manzana. Para ellos ya es tarde. Conocen el sabor de la verdad. Están fuera del paraíso y saben que jamás podrán volver. No comen vidrio porque les cae mal. Solo pueden hacer una cosa. Avanzar. Seguir caminando. Buscar más verdades. Tratar de encontrar en ellas una pista, un camino. Algo. La ruta hacia un nuevo hogar. Su casa. Un lugar que quizás no exista pero que tiene que ser buscado. Esa búsqueda se llama esperanza.

Escribiendo desde el sur del sur.

Lic. Unai Rivas Campo.

jueves, 1 de agosto de 2013

El veneno.

La tarea de un maestro consiste en intoxicar al discípulo con su veneno. Si el discípulo es capaz de vomitarlo, habrá aprendido. Si no, estará acabado. Repitiendo como un loro cosas que no comprende. Frustrado hasta el agotamiento. Muerto en el mejor de los casos.

Hoy sospecho que existen otras formas de enseñar. En realidad lo sé. O al menos quiero pensar que es así
Todo lo que queda es una sombra.
Que lo sé. Eso me calma en cierto modo. Quizás porque no me gusta inyectar veneno. Ese es un truco de psicópata y los psicópatas me dan nauseas. Sobré todo desde el día en que fui intoxicado por uno de ellos.

Decía Pichon Riviere que no existían formas insanas de vincularse. Que en última instancia todo pasaba por lo operativo. Se refería a si dichas formas de relacionarse (psicopatía, histeria etc.) servían o no. Claro que servir no estaba entendido en términos netamente prácticos. Conseguir un fin, una meta u objetivo no necesariamente nos hace más libres o saludables. Se sufre más a causa de la victoria que por cualquier forma de derrota. La vida no suele ser como queremos. Y cuando lo es, rara vez nos sacia. No. La victoria es un pan que te deja siempre hambriento. Cuando te acostumbras a su sabor, estás perdido.

Sin embargo reconozco que actuar como un psicópata no es necesariamente algo insano. Y que ganar tampoco. Solo peligroso en ambas direcciones. Demasiado.

La pregunta es entonces si dicho sistema de enseñanza es hoy necesario. Yo creo que no. Ya tenemos bastante veneno en nuestros días. Solo hace falta ver tele o escuchar radio diez minutos para darnos cuenta de que si hay algo que sobra en este mundo, es el veneno.

Existen las buenas personas. Las veo a diario. Generalmente viven encerradas en sus propios miedos y mentiras. Pero están ahí, las veo. Me emociona ver personas. No hay nada más hermoso en este mundo que un ser humano. Bueno, si lo hay. Dos o más humanos. Una comunidad. Rosseau tenía razón cuando hablaba acerca del buen salvaje. Es posible que este no exista en el sentido estrictamente moral. Al fin y al cabo las mayores ignominias de la historia han sido siempre perpetradas en nombre de la bondad y de la justicia. Pero sí que existe el buen salvaje, al menos en términos de belleza. La gente es en esencia estética y todos estamos conectados con lo esencial. 

Hace algunos años una joven me contó la historia sobre como su padre le había enseñado a andar en bicicleta. Uno de los pocos buenos recuerdos que le quedaban de él. Fue una tarde de verano. Él la sostuvo agarrada por el manillar mientras corría a su lado. Durante breves instantes la soltaba hasta que finalmente ella obtuvo la confianza necesaria como para pedalear sola. Desde entonces guardo la esperanza de que el veneno no sea lo que único que se contagia. 

Escribiendo desde el sur del sur.

Lic. Unai Rivas Campo.